Dr. Alfredo Darío Espinosa Brito, Premio Enrique Barnet: Los frutos interminables
Pensar en los buenos hombres (y conocerlos), salva. La existencia del ser humano es demasiado convulsa en su naturaleza, e histérica como una pequeña tormenta, para respirarla entre egoísmos y soledades múltiples. Entregar la esencia de uno, repartirla en equitativos pedazos a quien lo necesita, y hacerlo en precioso silencio, como Auden, es la más noble prueba de la trascendencia, la trascendencia desinteresada y que debiera ser silenciosa.
Ha vivido este hombre entregando más que lo existencial, por eso anda esparcido en muchos espacios y mucha gente de la ciudad. Filántropo de paisajes sonoros, al que asoman lagos y breves caminos luminosos que en algún punto se contaminaron con la mala sal de la tierra, aunque no debió suceder nunca. Ama, este alto hombre como las palmas, al béisbol y a la medicina, y salva, en igual medida, las estancias que lo crean.
Después se adueñan de las aulas, donde también sabe deshacerse en conocimientos, por eso, y con placer, parece disminuir su figura con los años, por esa manía de darse siempre. “Vivir es caer presa de un contorno inexorable”, dijo Jesús Ortega (escritor español); y este hombre ha sabido atrapar ese contorno, moldearlo a su forma y a la forma de los demás, aplastarlo cuando ha sido preciso, y rescatarlo del olvido y colocarlo en la cima de todas las complacencias.
Habla pausado y tiene una mirada que inquieta. Conversa como si el aire fueran las palabras mismas y conoce, de cerca, cuanto lo rodea. Sentada en la sala de su casa lo escucho con placer, atiende algunas llamadas que lo felicitan en el día de la medicina latinoamericana, ofrece gracias constantemente. “Apuntalado estoy”, le escucho decir a una oyente, luego cuelga: “eran la gente de Cumanayagua, tú sabes, los pacientes”. El teléfono suena otra vez.